Del capítulo II -Me acuerdo-

Me acuerdo de cuando, cerca de Palacio, me encontré a Bernabéu, un niño que iba a mi clase. Había ido a ver La Biblia en el cine Fantasio y me dijo que la película era muy larga, pero que a Eva «se le veía media teta».

Me acuerdo del apodo con que una amiga de mi madre, bastante mayor que ella (doña Angelita Bru), llamaba al padre Muñoz, conspicuo ejemplar de jesuita progre de los sesenta, y al que sin duda detestaba: «Rovachol». Durante años pensé que era un calificativo valenciano, algo así como necio o animal, hasta que años después descubrí que había un anarquista francés, autor de varios atentados con dinamita, llamado Ravachol, muy célebre en su época. Doña Angelita debió oír de joven sus hazañas. Según la Wikipedia, fue guillotinado en 1892. Espero que no deseara esa muerte al pobre jesuita. Yo le conocí. Me dio clase de religión en el instituto y era una buena persona.

Me acuerdo de la rabia profunda e imperdonable que sentí cuando me desperté en el apartamento de la playa el 21 de julio de 1969, con el sol ya bien alto, y comprendí que, en contra de lo prometido, mis padres no me habían despertado para ver en la tele cómo llegaba el hombre a la Luna. A un niño de doce años no se le hace eso.

Me acuerdo de Marta, un amor platónico de mi adolescencia. Apenas la vi una vez cerca de mí, en el exterior del cine de verano Miami Park. Yo tendría trece años. Hacía fresco y se había puesto un suéter blanco. Recuerdo su sonrisa y sus largos cabellos castaños. Su apartamento se podía ver desde el mío y yo vigilaba a toda hora sus ventanas. Cuando, a la vuelta del verano, en clase de literatura, doña Adelina Bataller nos habló de Petrarca y de su musa Laura, supe muy bien de qué hablaba.

Me acuerdo, en realidad sin nostalgia, de cuando en los trenes los que se sentaban a tu lado se sentían en la obligación de dar conversación.

Me acuerdo de cuando sólo había un hombre del tiempo, Mariano Medina, y uno sabía muy bien a qué atenerse en cuestiones meteorológicas.

Me acuerdo de Françoise, una guapa y simpática profesora de francés del Mangold Institute. Había vivido mucho tiempo en Francia y nos preguntó, haciéndonos partícipes de un tema por aquel entonces muy debatido en el país vecino, qué pensábamos de las relaciones prematrimoniales. Yo tenía dieciséis años y ninguna opinión al respecto.

Me acuerdo de cuando, a mediados de los 70, empezó a decirse «es demasiado». Ocurría cualquier cosa y alguien decía: «Es que es demasiado», o que Fulanito era «demasiado» o, peor aún, «demasié». Y ahí quedaba la cosa, nunca se aclaraba demasiado qué; las cosas o eran demasiado o no lo eran, y más valía que fueran lo primero: fueron demasiados demasiados.

Me acuerdo de mi abuela Lola enseñándome a tocar El chocolatillo al piano, pieza que no requiere utilizar más que un dedo de cada mano. Ese piano, aunque ya definitivamente mudo, sobrevivió a la abuela, aunque está relegado, por no decir degradado, a funciones decorativas: lo tiene mi hermana Dolores en Sevilla.

Me acuerdo del tren de Valencia a Gandía el día en que murió Franco y cerraron la universidad. El hondo silencio, las miradas contenidas de la gente, el futuro titubeante. En el vagón nos vigilábamos unos a otros, como si fuera a estallar en algún momento la revolución. Nadie parecía tenerlas todas consigo.

Me acuerdo de cuando, cerca de Palacio, me encontré a Bernabéu, un niño que iba a mi clase. Había ido a ver La Biblia en el cine Fantasio y me dijo que la película era muy larga, pero que a Eva «se le veía media teta».

Me acuerdo del apodo con que una amiga de mi madre, bastante mayor que ella (doña Angelita Bru), llamaba al padre Muñoz, conspicuo ejemplar de jesuita progre de los sesenta, y al que sin duda detestaba: «Rovachol». Durante años pensé que era un calificativo valenciano, algo así como necio o animal, hasta que años después descubrí que había un anarquista francés, autor de varios atentados con dinamita, llamado Ravachol, muy célebre en su época. Doña Angelita debió oír de joven sus hazañas. Según la Wikipedia, fue guillotinado en 1892. Espero que no deseara esa muerte al pobre jesuita. Yo le conocí. Me dio clase de religión en el instituto y era una buena persona.

Me acuerdo de la rabia profunda e imperdonable que sentí cuando me desperté en el apartamento de la playa el 21 de julio de 1969, con el sol ya bien alto, y comprendí que, en contra de lo prometido, mis padres no me habían despertado para ver en la tele cómo llegaba el hombre a la Luna. A un niño de doce años no se le hace eso.

Me acuerdo de Marta, un amor platónico de mi adolescencia. Apenas la vi una vez cerca de mí, en el exterior del cine de verano Miami Park. Yo tendría trece años. Hacía fresco y se había puesto un suéter blanco. Recuerdo su sonrisa y sus largos cabellos castaños. Su apartamento se podía ver desde el mío y yo vigilaba a toda hora sus ventanas. Cuando, a la vuelta del verano, en clase de literatura, doña Adelina Bataller nos habló de Petrarca y de su musa Laura, supe muy bien de qué hablaba.

Me acuerdo, en realidad sin nostalgia, de cuando en los trenes los que se sentaban a tu lado se sentían en la obligación de dar conversación.

Me acuerdo de cuando sólo había un hombre del tiempo, Mariano Medina, y uno sabía muy bien a qué atenerse en cuestiones meteorológicas.

Me acuerdo de Françoise, una guapa y simpática profesora de francés del Mangold Institute. Había vivido mucho tiempo en Francia y nos preguntó, haciéndonos partícipes de un tema por aquel entonces muy debatido en el país vecino, qué pensábamos de las relaciones prematrimoniales. Yo tenía dieciséis años y ninguna opinión al respecto.

Me acuerdo de cuando, a mediados de los 70, empezó a decirse «es demasiado». Ocurría cualquier cosa y alguien decía: «Es que es demasiado», o que Fulanito era «demasiado» o, peor aún, «demasié». Y ahí quedaba la cosa, nunca se aclaraba demasiado qué; las cosas o eran demasiado o no lo eran, y más valía que fueran lo primero: fueron demasiados demasiados.

Me acuerdo de mi abuela Lola enseñándome a tocar El chocolatillo al piano, pieza que no requiere utilizar más que un dedo de cada mano. Ese piano, aunque ya definitivamente mudo, sobrevivió a la abuela, aunque está relegado, por no decir degradado, a funciones decorativas: lo tiene mi hermana Dolores en Sevilla.

Me acuerdo del tren de Valencia a Gandía el día en que murió Franco y cerraron la universidad. El hondo silencio, las miradas contenidas de la gente, el futuro titubeante. En el vagón nos vigilábamos unos a otros, como si fuera a estallar en algún momento la revolución. Nadie parecía tenerlas todas consigo.

Del capítulo XV -Sobre Francia y los franceses-

Últimamente me pregunto por qué he tomado como guía para estas divagations a un autor francés y no a un autor español, un Baltasar Gracián, por ejemplo, quien no era menos sabio que el otro. Y, puestos a hacer examen de conciencia o, por utilizar un término de moda,
autocrítica, me atemoriza haber caído en eso, tan español, del menosprecio a nuestra cultura, y me asalta la duda moral de si no estoy obligado, por tener esta nacionalidad que tengo, a defender «lo nuestro», signifique lo que signifique tan horrenda expresión. Porque, además, Gracián es mucho Gracián.

Pero si apenas lo he leído —me respondo—, aunque ciertamente tengo en un lugar de honor en mi biblioteca de Benicàssim la preciosa edición de El Criticón de Galaxia Gutenberg, con ilustraciones de Antonio Saura y, además, ¿cómo puedo menospreciar lo que no conozco bien? Pero, por Dios —contraataco—, ¡no deberíamos caer en chovinismos!, quienes escribimos no representamos a nación alguna, y al menos yo todavía no renuncio a convertirme en el apátrida que quise ser a los veinte años. Cuando leo a un autor, cuando escojo un libro, en lo último que pienso es en nacionalidades, otra cosas son las lenguas, la cercanía o lejanía hacia una lengua es un factor importante y aun así la lista de autores que han escrito en «otra» lengua diferente a la «propia» contiene nombres muy importantes: Nabokov, Kafka o Conrad, por citar solo a tres.

Sin embargo, la pregunta me sigue acosando: ¿Por qué un autor francés? Puestos a buscar un guía en otra lengua, podía haberme buscado a un autor en inglés, pues conozco mucho mejor esa lengua que la francesa, lengua que, aunque la estudié mucho durante mi juventud, apenas soy ahora capaz de chapurrearla, por no hablar de mi penosa pronunciación. Ahí tenía, por ejemplo, a lord Chesterfield, a cuyas cartas a su hijo (magnífica obra) llegué hace unos años, inducido por una divertida cita que le leí a Josep Pla en sus Notes Disperses.

Pero en realidad esas preguntas y esos debates que me hago son bien absurdos. Tan absurdo como si a alguien le pidiéramos explicaciones de por qué se enamoró justamente de esa mujer o ese hombre en concreto, y no de otra u otro con quizá mayores cualidades o atractivos. Si se nos desvelaran las leyes secretas del enamoramiento, su misterio, ya nunca nos enamoraríamos. Y creo que eso, un enamoramiento, es lo que me pasó cuando, gracias a Gide, descubrí a Montaigne. Y luego, cuando la frustrada visita a la torre, ese amor, que podía haber sido pasajero, como la mayoría, ya devino imperecedero.

A raíz de mi fascinación por Montaigne —quizá no del todo merecida, pues me da algún que otro disgusto imperdonable, como cuando dice (Libro I, capítulo 50) que el ajedrez es un juego «necio y pueril», y eso que juego bastante mal (mi amigo de infancia y juventud Fernando Bañuls me daba unas palizas increíbles)—, me he preguntado cuáles son mis vías de conexión con Francia y lo francés. Lo primero que constato es que son mucho menores que las que me unen con el mundo anglosajón. Es evidente, en mi generación y en las generaciones que me han precedido, así como en las posteriores, la enorme influencia de los Estados Unidos, especialmente a través del cine, pero también de la música, en la que compite con el Reino Unido. Por otra parte, mi lengua extranjera en el instituto era el inglés, y bien pronto (creo que yo tenía ocho años), con buen criterio, mi padre la quiso reforzar con clases particulares. Por entonces, Francia había perdido mucho peso. No había sido así en épocas anteriores, pues siempre fue el espejo en el que mirarnos (por eso tuvimos afrancesados, pero no «ainglesados») y por eso, digo yo, en épocas más mojigatas (ahora volvemos a la mojigatería, pero de otra manera, y quizá más peligrosa) se decía que los niños venían de París, y no de Londres o Nueva York. París era todo lo que no podíamos ser.

Últimamente me pregunto por qué he tomado como guía para estas divagations a un autor francés y no a un autor español, un Baltasar Gracián, por ejemplo, quien no era menos sabio que el otro. Y, puestos a hacer examen de conciencia o, por utilizar un término de moda,
autocrítica, me atemoriza haber caído en eso, tan español, del menosprecio a nuestra cultura, y me asalta la duda moral de si no estoy obligado, por tener esta nacionalidad que tengo, a defender «lo nuestro», signifique lo que signifique tan horrenda expresión. Porque, además, Gracián es mucho Gracián.

Pero si apenas lo he leído —me respondo—, aunque ciertamente tengo en un lugar de honor en mi biblioteca de Benicàssim la preciosa edición de El Criticón de Galaxia Gutenberg, con ilustraciones de Antonio Saura y, además, ¿cómo puedo menospreciar lo que no conozco bien? Pero, por Dios —contraataco—, ¡no deberíamos caer en chovinismos!, quienes escribimos no representamos a nación alguna, y al menos yo todavía no renuncio a convertirme en el apátrida que quise ser a los veinte años. Cuando leo a un autor, cuando escojo un libro, en lo último que pienso es en nacionalidades, otra cosas son las lenguas, la cercanía o lejanía hacia una lengua es un factor importante y aun así la lista de autores que han escrito en «otra» lengua diferente a la «propia» contiene nombres muy importantes: Nabokov, Kafka o Conrad, por citar solo a tres.

Sin embargo, la pregunta me sigue acosando: ¿Por qué un autor francés? Puestos a buscar un guía en otra lengua, podía haberme buscado a un autor en inglés, pues conozco mucho mejor esa lengua que la francesa, lengua que, aunque la estudié mucho durante mi juventud, apenas soy ahora capaz de chapurrearla, por no hablar de mi penosa pronunciación. Ahí tenía, por ejemplo, a lord Chesterfield, a cuyas cartas a su hijo (magnífica obra) llegué hace unos años, inducido por una divertida cita que le leí a Josep Pla en sus Notes Disperses.

Pero en realidad esas preguntas y esos debates que me hago son bien absurdos. Tan absurdo como si a alguien le pidiéramos explicaciones de por qué se enamoró justamente de esa mujer o ese hombre en concreto, y no de otra u otro con quizá mayores cualidades o atractivos. Si se nos desvelaran las leyes secretas del enamoramiento, su misterio, ya nunca nos enamoraríamos. Y creo que eso, un enamoramiento, es lo que me pasó cuando, gracias a Gide, descubrí a Montaigne. Y luego, cuando la frustrada visita a la torre, ese amor, que podía haber sido pasajero, como la mayoría, ya devino imperecedero.

A raíz de mi fascinación por Montaigne —quizá no del todo merecida, pues me da algún que otro disgusto imperdonable, como cuando dice (Libro I, capítulo 50) que el ajedrez es un juego «necio y pueril», y eso que juego bastante mal (mi amigo de infancia y juventud Fernando Bañuls me daba unas palizas increíbles)—, me he preguntado cuáles son mis vías de conexión con Francia y lo francés. Lo primero que constato es que son mucho menores que las que me unen con el mundo anglosajón. Es evidente, en mi generación y en las generaciones que me han precedido, así como en las posteriores, la enorme influencia de los Estados Unidos, especialmente a través del cine, pero también de la música, en la que compite con el Reino Unido. Por otra parte, mi lengua extranjera en el instituto era el inglés, y bien pronto (creo que yo tenía ocho años), con buen criterio, mi padre la quiso reforzar con clases particulares. Por entonces, Francia había perdido mucho peso. No había sido así en épocas anteriores, pues siempre fue el espejo en el que mirarnos (por eso tuvimos afrancesados, pero no «ainglesados») y por eso, digo yo, en épocas más mojigatas (ahora volvemos a la mojigatería, pero de otra manera, y quizá más peligrosa) se decía que los niños venían de París, y no de Londres o Nueva York. París era todo lo que no podíamos ser.

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